miércoles, 29 de abril de 2009

Paula: lo que a ella

Donde a todas estas Eva hubiera tenido media-razón siempre y sólo hubiera pasado por alto un detallito en su premisa, entonces la vida, como el amor, sería un bien finito y las normas de economía del uno deberían aplicar de manera semejante para la otra. Es decir, hay que vivir despacio para no irse a gastar la vida antes de tiempo. Hay que amar despacio. Qué vida. Todavía se colgaba del cuello mío cuando me veía y me abrazaba como si no hubiera nadie viéndola, se quedaba ahí colgada mientras yo, casi medio metro más alta, seguía caminando. 21 años, casi todos conocidos míos. Un lunar en su mejilla y un nombre-condena. No el suyo, el de él. ¿Qué tal si los nombres nos traen amarrado un destino que nos es ineludible? A quién se le ocurre que un hijo de clase media, acomodado como dirían las mamás, pudiera llamarse así, con esa mezcla entre un inglés de película mal pronunciado y un español de registraduría de pueblo, de esos que ingresan en sus actas de nacimiento a yovanis y leidis mariselas, y sobrevivir a su destino de maleante. Los estudios de medicina, la fisioterapia en Alemania, los libros de literatura francesa y el estudio de tanto existencialista, una dieta balanceada, una rutina juiciosa de ejercicio y el buen sexo no pudieron salvarlo de terminar, puñal en mano, con la niña de mi cuello y lunar en la mejilla.

La culpa era de ella, quién la mandó a estar tan viva. Y de la mamá, la de él, cómo se le ocurre ponerle semejante nombrecito y creer que él iba a salir impune, con la cédula de bandera, a ondearla en señal de victoria pacífica frente al destino. Y qué se iba a imaginar que su papel estaba ya escrito, que era el peón que haría el jaque en medio de una de esas magistrales partidas de ajedrez en las que los entendidos desde el tercer movimiento giran la escudería completa, con monarquía incluida, en señal de una derrota que nadie más ve.

Desde la cuna de ella –con un tetero al alcance de su mano, por si acaso de nueve meses entendía que el dolor de tripas se le iba a quitar con sólo tomar ese objeto lleno de aguapanela, con un chupo que había pasado de generación en generación, y llevárselo a la boca- él estuvo condenado. ¿Por qué fue él y no tanto criminal suelto, de joya al cuello para demostrar con oro lo que la educación no dio, el que se llevó la sangre y la condena? El nombre. ¿La condena? ¿Cuál? El fiscal de turno le dio una pena más suave que la que asumió la pobre señora que se empacó una libra de arroz en el bolso antes de salir del supermercado. La sangre sí, y esa no se la quita ni el jabón de coco ni el Axe. Y yo que intenté enseñarle Inglés mientras ella seguía gastándose esa vida a toda velocidad. La primera vez que la vi, parecía una muñeca, de esas de muñequero, que lloran y uno les da tetero y cierran los ojos y hay que cambiarle los pañales. Mi primera muñeca.

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